5/15/2008

Creación chilena, artesanía nacional

Esta figura de madera la compré en una feria artesanal de Temuco en el mes de febrero (la misma donde vendió Karla nuestras carteras).
Es de Mónica Vásquez, de Nueva Imperial. Lo entretenido es que se le saca la base y entonces, emulando una matrioshka, se repite. Es muy tierna y pequeñita.

Este "feroz" tiburón de esponja lo compramos en Santiago, específicamente en la Alameda, afuera de la Biblioteca Nacional. Lo más genial es que el artesano a tijera y pegamento, estaba haciendo sus personajes, ahí mismo en la calle. Te comprabas el títere "en la puerta del horno".

5/07/2008

SELECCIÓN MÚLTIPLE

(de recuerdos)

Una de mis primeras cartas fue de mi padre. En ella, él se justificaba porque la distancia no le permitía asistir a mi primer día de clases. Además, me deseaba que me fuera muy bien en ese nuevo mundo que me disponía a conquistar.
De mi primer año en la escuela, junto a la “tía” María Cristina, tengo vagos recuerdos. Muchas veces éstos son resumidos en verdaderas constelaciones emocionales más que imágenes como tal. Recuerdo por ejemplo, que salí de candidata a reina, pero lo que recuerdo en realidad es que, en mi interior deseaba profundamente que ganara Natalia porque para mí era la más bonita, con su pelo negro y ondulado.
De rey feo elegí a Andrés, el mellizo más revoltoso, que se tomaba mi leche y me daba sus galletas. A Augusto, la “tía” Cristina le dijo que al año siguiente le tocaría.
Recuerdo también los dictados de sílabas. La “tía” Cristina leía palabras marcando las sílabas con las palmas y nosotros dibujábamos una raya por cada sílaba que oíamos. Al final me enorgullecía tener todas las palabras buenas. Igual que el día de las líneas diagonales en el cuaderno de apresto. A todos les quedaban unidas hacía abajo formando una diagonal grande, y no lograban hacer las hileras verticales de rayitas diagonales, alternadas por hileras verticales de cuadros vacíos, entonces la “tía” Cristina me invitó a “explicar” puesto por puesto a mis compañeros. Fue muy emocionanate.
Recuerdo que una vez falté a clases y me sentía inquieta. Mi mamá me dijo, que después del doctor debíamos pasar a hablar con la “tía” Cristina para explicarle mi ausencia. Entramos en la sala, y ya desde la puerta, se sentía esa mezcla de polvo en suspensión, aroma a vainilla de la leche y las galletas de cereal.
Mientras ellas hablaban, a mí se acercaron algunos niños para saber por qué recién llegaba y, cuando mi mamá y la profesora se despedían, les pregunté si ahora me podía quedar. Ellas se miraron con una sonrisa, ya no había nada que hacer, me había perdido un día de clases.
Y por supuesto recuerdo el “ene tene… tene tene tú, las manzanitas las repartes tú” que se cantaba antes de repartir la fruta que todos llevábamos y la “tía” había picado para que todos tocáramos de todo.
En primer año éramos catorce alumnos, sólo tres niñas. La profesora tenía aspecto de señora (no como la “tía” Cristina que tenía cuerpo de bailarina). Su nombre era María y la recuerdo bastante poco. Aquí nuevamente me escogieron de candidata a reina, pero yo dije que ya había sido y la profesora me preguntó si le daría la oportunidad a alguien más y escogimos a Carolina R. Augusto el mellizo postergado, se decepcionó.
La profesora, quién no sabía del acuerdo del año anterior sino hasta después del enroque entre candidatas, inventó un acto sobre “Los tres alpinos”, donde yo era la princesa (con el mismo vestido de reina del kinder) y Augusto era el alpino más chiquito. El que trae un ramo de flores.
No sé si quedó conforme al fin, pero encuentro que la profesora fue de verás ingeniosa, pues sólo de grande me di cuenta de que el acto era un premio de consuelo.
En cuarto básico dejé mi adorada escuela. La dejé con sus anchas y altas puertas de hierro, con el olor a parafina de sus pasillos, con las barras del patio, con su polvoriento gimnasio, con sus sauces llorones, la dejé con sus cielos rasos tan altos, con sus gruesas paredes y con su profesora de inglés que cantaba tan bonito. La dejé y la dejé y pensé que nunca la volvería a ver.
A quinto llegué a una escuela más chica y desaliñada. De cielos bajos, pasillos estrechos, puertas livianas y patio pavimentado. Pero con el mismo olor a polvo y parafina.
La profesora Julia era muy estricta para algunas cosas, pero la calidad de sus alumnos era demasiado baja y ella lo hacía notar. Le encantaba pedir los verbos en cualquier momento. Era un asalto el que sufrías en plena concentración. Segunda persona del plural del pretérito perfecto del verbo huir… te asechaba de improviso. Pero ella tenía un problema grave de favoritismo, y sabías si le caías bien, en la medida en que más te interrogaba. Aquellos a quienes no consideraba, nunca les exigía mucho.
Diría que en esa escuela me dediqué a cantar en los actos de día lunes. Debo reconocer que mi primer canto fue un fracaso, pues a mis diez años elegí una canción infantil y eso no era lo que esperaba el alumnado. Después muchos compañeros se contagiaron y en sexto o séptimo año éramos el curso que más cosas preparaba para los actos de toda efeméride conocida.
Cuando pasé al liceo me encontré de nuevo con Carolina R., sólo había estirado, seguía tan flaca como a los nueve años y tenía al mismo buen humor. También me encontré con Jonathan L., el eterno mejor alumno de la clase en mi primer ciclo, con Carlos S., el mejor en mi curso en la segunda escuela y con los mellizos.
Jonathan tampoco había cambiado su manera de ser, de seguro había sido el mejor compañero como desde kinder. Los mellizos no estaban en mi jornada así que nunca pude saber si seguían teniéndose rivalidad.
Mi profesora jefe de enseñanza media lamentablemente tenía poco carácter, era muy emotiva y en su clase había siempre mucho ruido. Recuerdo un día en que como siempre, hablaban todos a la vez y ella discurseaba sola y, entre murmullos sofocantes, oí que dijo algo sobre una poetisa que se suicidó internándose en el mar y por inercia dije Alfonsina. La profesora sonrió radiante, pues alguien le ponía atención.
En matemáticas, durante el primer año me tocó Matamala, un profesor que se pasaba gran parte de la clase hablando de sus correrías adolescentes y al final, explicaba un par de ejercicios para la clase siguiente. Con él no aprendí nada, al contrario me fue muy mal, en cambio, comí muchos chocolates, porque tenía la manía de enviar a comprar algo al quiosco a quien sorprendiera conversando. Al final de la clase sorteaba las golosinas recolectadas y, si salía sorteado alguien que no había asistido, me tocaba a mí porque había parecido estatua toda la clase.
En arte, durante los dos primeros años, nos tocó una profesora muy menuda y de nariz muy respingada, que nos hacía hablar muy alto y modular muy bien. Era muy mañosa, por todo ponía problema y manejaba el arte como mucha disciplina. Que los bordes, que las medidas, que la exactitud del trazo. Todo tenía una regla, un principio, una acotación. No había libertad alguna con ella. Por su apariencia física tan pequeña y estirada, la llamábamos “laucha pituca” y en cuarto medio, participando de su taller de historia del arte, me enteré que toda su obsesión por la modulación era porque padecía de sordera.
Cuando salí del liceo, volví a entrar a Marcela paz, mi primera escuela. Ahora estaba convertida en liceo técnico profesional femenino. Entré, para buscar la sala en que tenía que dar la prueba de aptitud académica y los recuerdos me acosaron como fantasmas embravecidos, se agolparon sobre mí y hasta hoy no los había escrito, no los había oído.