9/27/2018

No logro titularme de Yo auxiliar

Ser un "yo auxiliar" es un trabajo muy difícil y que como casi todos los más complejos que existen, se aprenden en la práctica y mientras se aprende, de paso dañamos a quien queremos ayudar.
Pero ¿qué es un "yo auxiliar"? Es aquella persona que está como nuestra sombra complementando nuestro vivir. No todos necesitamos este servicio después de los 2 ó 3 años.
Mi hija menor a los 3 y 10 meses me re-contrató, pero sin aviso, de pronto estaba en blanco como al principio y necesitándome nuevamente. En un principio pensé que era pasajero, pensé que la había vuelto caprichosa, luego me asusté, un tiempo la forcé a soltarme y así, hasta que me acostumbré.
Van tres años y medio desde todo este movimiento de tierras y aún no estoy titulada de "yo auxiliar", esto es igual que una carrera universitaria. Sin embargo, hoy la situación es compleja, la empatía y conexión es lineal, total, pero falta la reacción correcta. Ser "yo auxiliar" no es leer una mente, es meterse dentro y terminar lo que no logra hacer.
Un ejemplo es el siguiente: le digo a la niña, ve al baño a lavarte las manos por favor que te estoy sirviendo el almuerzo. Ella obedece porque tiene hambre, entonces obedece sin problemas. Vuelve y le pido que saque un tenedor y se siente, lo que también hace.
Le pongo su plato en frente, la luz es tenue y la comida es lo que podríamos decir un rissoto de champiñones pero con quinoa. Me doy media vuelta y entonces grita, sus gritos son angustiados y estresados y no comunican nada. Mi cuerpo se alarma, mi mente se nubla ante esos gritos y aunque lo evito, termino yendo a verla. Pero si yo estoy nublada, ella más y solo me grita con lo que podría interpretar como miedo: mamá, mamá. Le pregunto (estúpidamente) si pasa algo y grita con una voy quejumbrosa pero llena de ira: nada, quiero mi comidita. La tiene ahí, respondo y prendo la luz.
Ella continúa con un grito muy iracundo: sale mamá. Quieres que me vaya, me voy -le digo y vuelvo a la cocina a hacerle ensalada.
El evento pasa, ella parece haberse calmado y yo con ella, entonces con la cabeza fría entiendo, odió que estuvieran todos los ingredientes tan revueltos. No pudo modular la información, como despejaba unos de otros, etcétera.
Pasan los minutos, no hay más reclamos, por mi mente pasa varias veces la idea de ir a decirle que ya entiendo que pasó y ayudarla a separar pero, no hay gritos y no quiero gritos, me consuelo pensando que lo está solucionando sola y que el "yo auxiliar" ya no fue necesario.
 Me sirvo mi plato de comida, me siento a comer a su lado y noto que ha acabado con un 60% de la quinoa me mira comer mezclado y la veo llevarse a la boca un champiñon. Y recién entonces me atrevo a ejercer mi servicio, diciendo: ya entiendo que es lo que te enojó, no poder separa visualmente los ingredientes ¿Quieres que te ayude a separar la quinoa que queda? me responde afirmativo, lo hago y se la termina, de inmediato sigue con los champiñones con cebolla y zanahoria.
Ese es el rol del "yo auxiliar" reconocer la emoción y el detonante de quien no es capaz de hacerlo por si mismo porque tiene un trastorno o afección que biológicamente se lo impide. El problema es cuando, como en mi caso, nos involucramos también emocionalmente, ahí no hay como, nos gana nuestro propios estrés.

4/21/2018

El cuerpo manda

A veces sentimos que nada es como debería ser, que los estudiantes no son esos focos de sabiduría y buenas costumbres que se supone, sino masas deformes que comen mal, beben en exceso, fuman de todo y hablan horrible (vivo en un barrio universitario y debo sortearlos cinco días a la semana para llegar a mi casa eso es todo). El otoño ya no te parece romántico sino infinitamente marrón y seco, el camino polvoriento y el aire espeso y mal oliente.
Pero la verdad sea dicha, no todo está perdido, aún hay pequeños agujeros que podemos rasgar y ver al otro lado. Como el martes, en que mi hija se contorsionó de ira y sin sentido por media hora porque no sabía lo que quería y tenía su voluntad más ida que la de la niña del exorcista y aunque la terapeuta y yo tratábamos de darle en “el gusto” (algún gusto) nada parecía ser de su agrado, todo lo que tenía claro era: no quiero nada, no quiero a nadie ni estar en ninguna parte. Lo que no es posible.
Nos fuimos, caminamos unas seis o 7 cuadras, mi corazón palpitando de sobra, mi respiración casi no tocaba mis pulmones, pero mi expresión era de tranquilidad, o eso creo yo. Apareció una micro en el Camino El Alba (buen nombre para un momento de tensión) y sin pensarlo dos veces y a pesar de lo llena que venía, nos subimos, dobló por Apoquindo y nos sentamos, y yo trataba de que mi corazón bajara su trabajo y no parecía suceder.
Mi hija tranquila, ida, miraba hacia afuera. Pero nada parecía darle alegría. Le ofrecí yogur y me fui mucho tiempo sujetando un pote del que ella sacaba cucharaditas. Cuando se acabó. Ya en Tobalaba, baje, bajamos. Fuimos al baño en un centro comercial y volvimos al paradero con una limonada. Tomamos otra micro.
Contra toda expectativa, habiendo quedado de pie en un ambiente mal oliente, de aire espeso y polvoriento, donde la mitad hablaba horrible y la otra mitad tenía cara de apestado; mi hija empezó a reír y continuó así mientras imaginaba no se que en las paredes texturadas de la micro. Sin embargo, cuando nos dejaron un asiento, todo cambió. Nos sentamos en uno y se desocupo el que estaba en frente y quiso ese, le pedí que no porque estaba subiendo mucha gente y volvieron los gritos: sale mamá, quiero salir de aquí, los tirones de mi ropa y empujones. Yo estoica, como asta de bandera frente a ella decía con toda la calma que mi estúpido corazón acelerado me permitía: no puedo dejarte sola, debemos llegar a casa en la micro, respira y te sentirás mejor. Habrán sido unos 10 minutos, que parecieron 20. Asumo que los pasajeros habrán estado “horrorizados” (nunca los vi), de los gritos, las cuasi contorsiones y mi supuesta paciencia.
A estas alturas, se preguntarán ¿dónde quedó el pequeño agujero que en un párrafo anterior prometí? Bueno, vino cuando ya a diez o menos minutos de llegar, le dije: canta, y mi hija con toda la pachorra que el estrés bien manejado te puede entregar cantó: lalalalaalalalaa… y una señora que me había dado ánimo con frases como: a estas horas todos estamos estresados, además del calor… le dijo: mi niña que lindo cantas, y esa frase venida de otra alma, caritativa, desinteresada y con un corazón más sensato, hizo el clic que todos necesitábamos, mi hija reaccionó, dijo, sí y volvió a cantar, le mostró su plasticina varias veces y fue reincorporándose a la civilidad. La señora no sabe lo impresionante de su actuar.
La cuestión es que esto fue el martes, y hoy por fin me doy 20 minutos para agradecerle a aquella mujer, bajita, morena y muy sonriente que logró con su empatía el que el aire llegara hasta mis pulmones.
La vida nos da sorpresas y son esenciales.